lunes, 26 de noviembre de 2012

Sobre los besos en la calle

Besarla. Morder sus labios, saborear amargura. Bajar por su cabello hasta su cintura, llevarla hacia ti y confiar en el azar, mas no en la fría pared que los ha acogido y hacia la que van a parar sus infidentes deseos. Confiar en el azar, mas no en la multitud que camina cerca, como si no existieran, pero ser denegado por un claxon, levantar el rostro, abandonar un instante el deseo y contemplar el azar, un bus amarillo que recorre la avenida y un niño con cabeza de caballo en su interior. Abandonar los labios porque los ojos se pegan al caballo, al niño, a la cabeza, dejar de ceñir la cintura, oír un relincho, creer haberlo oído, dejar de sentir, y ella no, que el caballo, el niño, la cabeza, importan más. Ser abofeteado y no poder relinchar.

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Es ese tipo de cosas que forman parte del paisaje urbano y merecen ser anotadas, pues su repetitividad las llega a convertir en situaciones de nula atención. Debemos mirar, mirar con atención, y cuidadosamente para evitar golpear la vista contra una pared de vidrio translúcido o una cabeza de caballo.